Ofrecer esta reflexión, ante la situación actual de nuestra querida Patria y la secularización propia del mundo moderno; que no es otra que la vuelta a la Tradición o si se quiere tradiciones, que nos configuraron como comunidad humana y política, y que no tiene nada que ver con el conservadurismo que criticaba Balmes, como conservadores de la revolución.
Ciudadelas fueron las fortalezas que dominaban en una plaza de armas,
ciudades fortalezas, las más representativas fueron edificadas en
puertos y ciudades por la monarquía hispánica durante los siglos XVI y
XVII en las Españas, baluarte defensivo frente a las amenazas exteriores
y prevención ante posibles revueltas interiores producidas
fundamentalmente por herejías y sus secundados motines. Ciudades
fortalezas y ciudades defensoras de la Fe.
Ciudadela es también
la obra no concluida de Saint-Exupery, en la que busca el renacer de un
orden espiritual y social, quizás la que mejor describe su sentir
existencialista; relata la terrible sinrazón del insensato, de nuestra
época, que, rompiendo con su pasado y sin ninguna religación con los
valores que le han hecho hombre, desconoce el encuadramiento existencial
que supone el vivir en la mansión humana o ciudad.
Ciudadela,
finalmente, viene del término latino civitas, etimológicamente significa
ciudadanía, comunidad de estirpe civil de “nombre romano”, no en un
sentido territorial concreto vinculado a la ciudad de Roma, sino en
comunidad, generalizándose entre gentes libres, los llamados “peregrini”
desde el siglo III por el emperador Caracalla; ese “orbe”, término en
el que se fundamentan y derivan otros tales como ciudad y civilización.
Aristóteles
definirá la ciudad como “la comunidad en el bien para alcanzar una
existencia virtuosa”, al contrario de lo que predican los doctrinarios
de las teorías de la economía política, en las que su fundamento es el
aprovechamiento mutuo, las ventajas recíprocas, imperantes hoy; al
respecto, dice el filósofo Griego “la Ciudad no consiste en la comunidad
de domicilio, ni en la garantía de los derechos individuales, ni en las
relaciones mercantiles”.
La Ciudad humana, como sintetiza
magistralmente Rafael Gambra, es “mansión (con sus estancias) en el
espacio y rito (con sus horas y días) en el tiempo”.
Ciudadela
como ciudad, y en sentido romano civitas, ciudadano de la “orbe”,
civilización, frente a los “bárbaros”. Los partidarios de la
globalización pretenden sustituir “orbe” por “aldea global”, concepto
que incurre conceptualmente en un contrasentido, puesto que la imagen de
“aldea” o “urbe” nos comunica cercanía de sus miembros e incomunicación
con lo lejano, mientras que “orbe”, es lo contrario, ciudad humana
mayúscula, civilización, conjunto de manifestaciones culturales,
artísticas y jurídicas que constituyen el estado social de las naciones
en una época de la historia.
El “orbe” que en su edad media o
clásica mejor se sustanció conforme a los principios naturales del
hombre (instinctu naturae) fue la cristiandad, constituyendo e
informando la época mas vigorosa y creativa de nuestra civilización,
teniendo su blasón más representativo en el pórtico de la Gloria de
Santiago de Compostela.
La cristiandad, es pues, la realización
temporal del cristianismo, su vertiente y la manifestación política y
temporal de impregnación de ese orden.
La Europa que va desde
Carlomagno hasta la reforma, y que continuará España en América, al
menos hasta la llegada de la casa de Borbón, es lo que llamamos
Cristiandad; una Europa con unas leyes, un sentir y un espíritu que
inspiró el cristianismo al conjunto de las naciones pertenecientes, así
se configuraron y tuvieron en ello su timbre de honor y su misión
terrena. Cristiandad, esta palabra define la sustancia de una
civilización.
Entender el concepto requiere su estudio, porque
no todas las interpretaciones se ajustan al término; como la acuñada en
el siglo XX por el filosofo francés Jacques Maritain, conocida como
maritoniana, y en la que, bajo el pretexto de un enfoque tomista, en la
práctica le confiere un significado prácticamente individualista, en el
sentido de que cualquier acto social en el que se reúnan dos o más
cristianos juntos, ya la manifiestan y así configuran, como por ejemplo
el participar en una procesión o un acto folklórico-religioso, pero no
es suficiente, sino que es una restricción y manipulación del término.
Tampoco
faltan hoy quienes la contemplan simplemente desde un punto de vista
historicista, hechos acaecidos, que se recuerdan solamente desde el
punto de vista histórico, sin ningún sentido de utilidad fidedigna o de
acicate para el futuro.
La cristiandad busca dar forma al
conjunto de una nación, civilización, un orden cristiano completo,
sustanciando las costumbres, informando leyes e instituciones,
impregnando todo: las artes y las ciencias, la cultura, la familia, la
economía y la universidad, y, de esta manera, ayudar a que todos los
hombres puedan salvarse.
No eran tan diferentes los hombres de
los siglos IX al XVII que los de ahora, pero la cristiandad estaba
estamentada conforme a la organización política heredada de la época
clásica, Grecia y Roma, la legitimidad de las normas establecida en la
participación de los principios del iusnaturalismo (universalidad e
inmutabilidad), y todas las cosas fundamentadas según los
trascendentales del ser (el bien, la verdad y la belleza) que el
cristianismo aporta, rigiendo así en la ciudad una manera de vivir que
dirigía y concretaba todas las cosas en orden al bien común.
Naturalmente,
y aunque el ambiente les ayudaba no todos los hombres fueron bien
dirigidos, lógicamente hubo estafadores, gentes sin escrúpulos y
sinvergüenzas de todo tipo, pero ello forma parte de nuestras
inclinaciones y tendencias, el realismo de lo humano, renglones torcidos
ante lo que bien se dirige.
El hecho más relevante es que en
cuanto esta gran comunidad o mansión humana, que llamamos cristiandad
informó a los pueblos, éstos florecieron y obtuvieron frutos muy
duraderos; de lo contrario, habitualmente, no fue así; o bien fueron
devastados en distintas circunstancias, o no consiguieron mantener una
continuidad en el tiempo.
Aquellas evangelizaciones que no
acabaron contando con el apoyo de un poder temporal o, al menos, con su
respeto o tolerancia, que, muy pocas veces se dio, ni
perduraron, ni florecieron. No terminaron, así, de cuajar, en el tiempo,
las de Francisco Javier en Asia, muriendo incluso campanilla en mano a
las puertas de China, llamando incansablemente a la gente a la
salvación, o en una zona tan fructífera en los primeros siglos y con los
primeros cristianos como fue el Asia menor, el Mediterráneo oriental y
el norte de África, así tenemos las famosas Cartas de San Pablo a los
Gálatas, Corintios y Efesios, la vida de grandes santos como San
Agustín, obispo de Hipona, y su madre, Santa Mónica, Padres de la
Iglesia, como Ignacio de Antioquía, Tertuliano y San Cipriano, entre
otros, y famosos Concilios, como el de Éfeso y Calcedonia, siglo V, o el
Concilio plenario de Cartago.
En algunos de estos lugares fue
arrasada la civilización por invasiones: primero, de vándalos, y poco
tiempo después, y de modo definitivo, por los sarracenos -así fue el
caso del norte de África y Asia menor- en otros lugares y circunstancias
históricas no consiguió arraigar y consolidar la expansión realizada,
como ocurrió en el oriente asiático en los años que sucedieron a San
Francisco Javier.
La única zona geográfica de las indias
asiáticas en donde sí se dieron frutos perdurables fueron las Filipinas,
y se debió al interés del Monarca que les dio nombre, Felipe II, y al
desarrollo en ellas de la Hispanidad. Los distintos lugares donde no
fructificaron fue generalmente debido a que no contaron detrás de ellas
con unas instituciones o un gobierno que las velara, amparara y
permitiera su maduración y consolidación en el tiempo; hoy en día, los
problemas siguen siendo los mismos.
Al contrario resultó en
otras zonas del hemisferio; así, los primeros cristianos fueron
martirizados durante siglos, pero al irse desarrollando la
evangelización, pasaron a ir contando con el apoyo de las instituciones
del propio Imperio Romano que fueron informando.
Desde
Constantino el Grande, hijo de Santa Helena, que, en el siglo IV, en
agradecimiento por la victoria militar alcanzada en el Puente Silvio,
promulga el Edicto de Milán, derogando las leyes contrarias a la
libertad religiosa, reconociéndose primero, y que unos años mas tarde,
desembocaría lógicamente en la oficialidad del Imperio, ya bajo
Teodosio. Con los pies sobre roca firme, se combatirá la herejía y las
invasiones bárbaras, y aunque San Agustín pudo ver cómo su mundo se
desmoronaba, por la invasión de los bárbaros, observando incluso cómo
llegaban los propios vándalos hasta su ciudad, la sustancia del nuevo
mundo ya se había iniciado y penetrado vivamente la savia, y así,
evangelizando la nueva situación, se conseguirá llegar a la plenitud de
la cristiandad medieval.
España, con la abjuración del
arrianismo en el tercer concilio de Toledo, superada la invasión
Sarracena, y bien vacunada contra la herejía protestante debido a la
gran reforma interior llevada a cabo por los Reyes Católicos y Cisneros,
alumbrarán providencialmente la gran cristiandad en América, la
Hispanidad, en la que se supo mantener detrás de la labor de los
misioneros un gobierno e instituciones que velaban la labor de la
civilización y evangelización, que, según las enseñanzas de la reina
Isabel, en su propio testamento y en el de sus sucesores, se debía poner
en ello todo el empeño.
La Hispanidad, esa gran obra que, lejos
de ser polvo o ruinas, es una obra inacabada o una flecha a medio
camino, como diría Ramiro de Maeztu. Este es el edificio de la
cristiandad, y la moraleja, que, de aquellos pueblos que intentaron ser
evangelizados, los que realmente triunfaron, contando con el eximio
esfuerzo de los misioneros, fueron los que tuvieron detrás un apoyo
real, el poder temporal, que la sostuvo en el tiempo, amparándolas y
dándoles continuidad en el tiempo con un orden jurídico.
Ciudadela
es pues ciudad fortaleza, que abriga a la civilización que le ha dado
vida, defensa exterior e interior de la res pública. Así nos lo recuerda
la famosa frase de Heráclito de “defended la ley y las murallas” de la
comunidad; hoy en día tiene especial interés, porque si defender la
ciudad de las agresiones externas es absolutamente necesario ante la
dilapidación de la civilización, en la situación actual, debido a los
procesos de auto voladura de las naciones, tiene especial importancia la
defensa de las murallas interiores de la comunidad, porque son muchos
los insensatos que la habitan, que, encandilados por el fluir de la
historia, sin respeto por la comunidad histórica que los ha hecho
hombres y sin criterios de autoridad moral, nihilistas y
autodeterminados, buscan su propia descomposición.
Los países
hispánicos y la Hispanidad tienen hoy su contrapunto en el concepto e
idea de “alianzas de civilizaciones” que proponen los dirigentes de la
comunidad política, término nada preciso, de tergiversación del lenguaje
y manipulación de las palabras, al querer transmitirnos un enlace de
cosmovisiones contra-históricas y antinaturales, indigenismos,
nacionalismos rupturistas de las naciones, comunismos vigentes y
culturales (gramscianos), liberalismos y progresistas de todo tipo
(laicistas) como algo normal; métodos de la “modernidad”, buscando
“reinventar” la norma con subversiones del orden natural, alejadas de lo
originario que en los pueblos hispánicos es la hispanidad, nuestra
original alianza.
Así es como, hoy en día, en nuestra época, se
busca la desarticulación de todo orden tradicional con la manipulación y
el engaño en la recuperación de la “memoria histórica”, sirviéndose,
como nos dijo F. Scheler, de las “domesticadas reses modernas” del
pensamiento único y políticamente correcto, la expectación ante “los
signos de los tiempos” y el determinismo de los “vientos de la
historia”; frente a estos insensatos, sofistas típicos de nuestra época,
que en nombre de una llamada lógica racional, desconocen el valor de la
norma y de las circunstancias ónticas que requiere el vivir humano; ese
“homo”, al que, alegóricamente, se le podría comparar con una planta
artificial que aparentemente puede parecer verdadera y tener buen
aspecto, pero es de plástico y desustanciada, no es capaz de recibir ni
el sol que le alumbra de lo alto (visión sobrenatural) ni el sustrato
natural, el alimento, que le aporta la tierra (valor de lo recibido
-tradición-), viviendo sin rumbo y aceleradamente, desconoce el valor
misional que tiene la vida.
Frente a este “homo liberal” y
liberado, contra este panorama, hay que llevar a cabo una auténtica
revolución, no en el sentido marxista del término (que como tantos otros
se emplea falsamente) que es el de la subversión, poniéndolo todo boca
abajo, para derribar el valor de la ciudad y después con el solar vacío
edificar la torre de babel correspondiente, sino, por el contrario, el
de volver a los principios de la mística para purificar la praxis, es
decir, volver a la pureza para renovar y dar nuevos bríos a la realidad
temporal, como hicieron Santa Teresa o San Juan de la Cruz con el
Carmelo, Cisneros y los Reyes Católicos en la España salida de la
Reconquista o la magna obra española en la reforma de Trento.
La
solución ante este “espectáculo” en el hombre, como persona, y en la
comunidad humana o nacional, nos la recordó Juan Pablo II en su
encíclica Redemptor Hominis, y consiste en “formar una escuela”
donde se anteponga “la ética sobre la técnica y al espíritu sobre la
materia”. Para ello, es preciso volver a elevar el espíritu a las
fuentes de verdad y perseverar en nuestro objetivo, la defensa de la
Ciudad, en nuestro caso de la Hispanidad, con su arquetipo de hombre de
honor, así con su hidalguía de servicio a los demás, su anhelo
espiritual y ensoñación, defendiendo como un tesoro sagrado la
integridad de la Fe; entonces, es el seguro de hacerlo bien, porque, en
el fondo, lo original no es sino lo originario.
Y frente a los
tres gigantes de nuestra época, las grandes concupiscencias, la soberbia
(de la vida), vanidad (de los ojos) y sensualidad (de la carne), que
aplastan como un rulo al hombre moderno, ponemos a disposición las tres
potencias del alma, al servicio de nuestro ideal: memoria (verdadera
memoria histórica), entendimiento (para discernir con sabiduría) y
voluntad (para ponerse en marcha); porque contrariamente, si la memoria
se nos difumina, con el olvido o avergonzamiento de nuestra historia y
tradición, el entendimiento, confuso y profuso sobre nuestra propia
razón de ser, y la voluntad, sin un convencimiento, porque le falla el
entendimiento y la memoria, se resigna como si de un “mal menor” o “bien
posible” se tratare, a aceptar males gravísimos por considerarlos
hechos consumados y frutos del determinismo histórico, asintiendo
incluso en temas claves como la destrucción nacional por los
separatismos, las familias contra-natura y actuaciones tan graves contra
la vida, como son el aborto y la eutanasia. La voluntad se convierte,
asimismo en muelle, la desgana y la acedía se apoderarán de ella.
Esta
es por tanto, nuestra misión en un tiempo que nos ha sido asignado,
frente a los que buscan subvertir el orden de la norma y reducirlo a las
“esferas privadas” de las conciencias, una muy importante enseñanza
evangélica, a través de dos bonitos pasajes que conocemos, el mandato de
poner la otra mejilla cuando nos han abofeteado, y el de la expulsión y
volcado de las mesas de los mercaderes del templo.
No se
contradicen; la primera enseñanza, nos indica que ante las ofensas e
injurias personales debemos poner la otra mejilla, como acto de
humildad, y la segunda enseñanza, la expulsión de los mercaderes del
templo, nos confirma la actitud positiva a actuar cuando se vulneran y
pisotean los universales, principios y valores supremos que debemos
servir a toda costa, muy por encima de nosotros mismos.
Es allí,
donde se ponen de manifiesto la cobardía, indiferencia o complicidad,
para donde el cardenal Ángel Herrera Oria, hablando de la virtud de la
fortaleza, nos pedía: “No olvidéis que hay que dar a España más de lo
que se da para toda empresa de carácter colectivo”.
Así pues,
como en la obra Ciudadela de Saint-Exupery, tal si de un diario se
tratase con la voz del príncipe del desierto a quien su padre el rey
transmite, con hondura y poesía, la sabiduría de volver a las esencias
de la ciudad y sus valores; enfatizar la ciudadela, como valor baluarte,
muralla y fortaleza interior, de nuestra interioridad, en defensa de la
integridad de los universales, y ciudadela, como ciudad humana,
fortaleza exterior, defendiendo y no desustanciando, los fundamentos de
una civilización.