miércoles, 16 de diciembre de 2015

LUZ VERA


La Navidad, el tiempo litúrgico de la Navidad, con sus grandes celebraciones, debe ser el comienzo de un nuevo caminar, el tiempo de reflexión que debemos realizar sobre todo lo que significa y conlleva el nacimiento de Cristo: cumplimiento de la palabra divina; inicio del camino de la redención. Acompaña a ello el sublime misterio de la Encarnación y la aproximación más real de Dios al hombre. Momento idóneo, tiempo adecuado, para que cada cristiano inicie la redención interior y el camino hacia la "luz vera" en el año que se inicia, como nos dice el apostol San Juán.


Bajo el cielo de luces de colores que engalanan las calles de nuestras ciudades en las fechas entrañables y familiares de la Navidad; bajo el resplandeciente e ilusorio oscilar de las bombillas, se oculta o se difumina la pérdida, cada vez mayor, del sentido profundamente religioso que para los cristianos y para occidente debiera tener este tiempo. Parece que la Navidad se ha convertido, en realidad, en un pretexto, en una fiesta paganizada más que secularizada, consagrada al nuevo becerro de oro que es el consumismo más absoluto. Muy pocos se atreverían a poner en tela de juicio el sentido comercial que está adquiriendo la fecha, sin freno aparente, sobre cualquier otra interpretación. Difícilmente podría ser de otro modo en un tiempo marcado por el predominio de lo material y el imperio de la filosofía del estar y no del ser.

La humildad, consustancial al nacimiento de Cristo, recordada en todos y cada uno de los pesebres que todavía se exhiben en nuestros hogares, parece desaparecer, como una gran paradoja, cuando llega la Navidad. En muchos casos, la ostentación, el querer aparentar, el exceso, el situarse por encima de las propias posibilidades, el regalo como manifestación no del amor sino del prestigio, el poder y la posición social parecer ser la señas de identidad reales de la Navidad en la actualidad. La humildad perece, entre otras razones, porque el hombre olvida el eje, la razón verdadera, de la conmemoración y la celebración, quedando la fecha vacía del contenido permanente que le da vida.

La paganización, debido al aplastante proceso de secularización que tiene su matriz protestante como todo el mundo moderno, y que San Pío X, lo llamó modernismo, no es si no como dijo el santo Papa, en una frase demoledora: el sumidero de todas las herejías; esta secularización ha pasado en muchas ocasiones del tradicional Belén, los villancicos y la plaza a los grandes almacenes y centros comerciales. Porque si la tradición de las celebraciones en común –la cena- y el intercambio de regalos pueden ser positivos, el convertir esos actos, merced a las campañas publicitarias, en el objeto de la fiesta, en sí mismo, o en el despilfarro por imperativo social, no puede asumirse más que como la faz escandalosa y secularizada de la Navidad.

Esta secularización de las fiestas religiosas es ya un hecho innegable en Occidente. Lentamente, como si de una maniobra perfectamente planificada se tratase, se van borrando hasta las huellas culturales que mantienen vivos los últimos reductos del sentido real del tiempo navideño. El tiempo de Navidad se ha convertido hasta para los propios católicos, al menos en Europa porque en otros lugares del globo los procesos de secularización son más lentos aunque la mundialización queme las etapas de forma acelerada, en tiempo de tentación. En ocasiones no son las celebraciones religiosas las que importan, las que mueven, las que dinamizan; para una parte de los católicos son un adorno más. Otra bombilla, otra guirnalda que colgar en el hogar. El nuevo lugar de celebración, el otro gran atrio de la Navidad,

Las modas extrañas a nuestros parámetros, a nuestra herencia cultural, se van imponiendo. En muchos hogares, incluso cristianos el tradicional Belén, con las indulgencias que conlleva el ponerlo, es sustituido por el abeto de luces y colores; las guirnaldas, las campanitas, los bastones, los corazones y las composiciones a base de elementos vegetales copan los adornos. Los Reyes Magos y sus camellos sufren la dura competencia de Papá Noel o Santa Claus con sus renos y casitas. Junto a su representación para los niños aparece Santa Claus y su casita. Los niños depositan cartas a unos y otros de tal modo que sólo queda el regalo pero no el significado. La pugna ha quedado solventada magníficamente por la propaganda comercial que ve como se multiplican los ingresos merced a la duplicidad de los regalos y la fiebre consumista que bloquea el sentido economicista del hogar tradicional.

Por correlación con la Sagrada Familia, la Navidad tiene, asimismo, un significado profundamente familiar. Tiempo de reunión, de conmemoración; tiempo de recuerdo por los que ya no están, por los sitios vacíos en torno a la mesa, breves dosis de tristeza que todos apuramos. Pero ya no son sólo mesas incompletas por los que faltan, por los que se han ido, sino por lo que se ha roto. Familias cada vez más rotas, más desunidas, porque una parte importantísima de los matrimonios celebrados en los últimos años están hoy destruidos; porque las familias se rompen y muchos hijos viven con dolor silenciado el trauma y el drama de un día aquí y otro allí. Familias desestructuradas sin horizontes porque se ha abandonado la Norma. Fechas familiares cada vez más reducidas porque la secularización y la paganización convierten los días señeros en fiesta donde los jóvenes abandonan la mesa con el último bocado camino de la fiesta más cercana.

La Navidad es un tiempo difícil para los católicos que quieren vivirla como tales porque el peso mediático y social es inmenso, porque las costumbres se alejan de forma progresiva de los parámetros que podrían hacerlas compatibles con la creencia. Recuperar el verdadero sentido de la Navidad es una tarea más que nos corresponde frente a la imposición del modelo navideño secularizado y pagano. Y, a veces, combatir la tendencia es tan sencillo, tan simple, como mantener las tradiciones y cumplir con los preceptos.