miércoles, 12 de noviembre de 2014

FIESTA DE CRISTO REY

Celebrada nuestra Fiesta del Patrocinio de Nuestra Señora el pasado día 9 de noviembre, y ofrecida la Santa Misa por los difuntos cofrades;
el próximo 23 de noviembre la Iglesia celebra la solemnidad de NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO, es una fiesta que siempre cierra el Año Litúrgico en el que se medita la predicación y el anuncio del Reino de Dios. Se celebra el quinto domingo antes de la fiesta de la Navidad, instituida litúrgicamente por el papa Pío XI, el 11 de diciembre de 1925. Lo confesamos supremo Señor del cielo y de la tierra, de la Iglesia y de nuestras almas.

Evangelio según san Juan:
“Jesús le contesto [a Pilato]: –Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, tendría gente a mi servicio que pelearía para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí.
Le preguntó entonces Pilato: –¿Así que tú eres rey?
Jesús le contestó: –Tú lo has dicho: soy rey. Yo nací y vine al mundo para decir lo que es la verdad. Y todos los que pertenecen a la verdad, me escuchan.”
(Jn 18, 36-37)

EL REINO DE CRISTO NO ES DE ESTE MUNDO, 
PERO SE INCOA EN ESTE MUNDO.

Cristo es Dios, es hombre y es Rey. Los Magos, que vinieron al pesebre bajo la luz insólita y desacostumbrada de una estrella, lo reconocieron y lo proclamaron así, asumiendo la representación de la humanidad toda y ofreciéndole, como nos recuerda el evangelista San Mateo, (II, 11), oro de Rey, incienso como Dios y mirra como hombre. Y Cristo - la Palabra sin palabras durante la niñez desvalida - contestará más tarde; luego de transcurrir 33 años- con un triple; sí; a ese triple ofrecimiento. A la pregunta de Caifás durante el proceso religioso, ¿eres Dios?, Cristo responde: Tu dixisti (Mt XXVI, 64). A la pregunta de Pilato, durante el proceso civil, ¿eres Rey?; replica: Ego sum (Mt XXVII, 11; Mc XV, 2; Lc XXIII, 3; Jn XVIII, 37). A la pregunta, inquisitiva y escudriñadora, de los que le habían considerado como un fantasma, les dice entre los suspiros de la agonía: consummatum est, dando, con su muerte, el testimonio más inequívoco de su perfecta humanidad. El misterio de la realeza de Cristo; uno más en el tejido hipostático y siempre histórico de Jesús, que tanto admiraba el apóstol Pablo, se conjuga con su misión redentora, recapituladota y recreadora y con sus poderes sacerdotales y proféticos.

Interesa destacar que el adelgazamiento operativo y la minimización progresiva de la fiesta que instituyó Pío XI al conmemorarse, en el año 1.925, los 1.600 años del Concilio de Nicea, se debe a que las causas que motivaron la institución de aquella festividad litúrgica, han producido consecuencias mucho más graves de las que, sin duda, el Pontífice autor de la Encíclica Quas Primas , del 11 de diciembre de 1925, hubiera podido sospechar o predecir. Hablaba, en efecto, el Pontífice, de la del laicismo como fundamento de una serie de males a los que la festividad de Cristo Rey, con las necesarias exigencias que la misma comportaba, pondría el deseado remedio. Naturalmente que cuando el Papa hacía referencia al laicismo, como proceso secularizador, tenía presente al ciudadano y a la sociedad civil. No podría imaginarse el Papa, al imputar al laicismo el hecho doloroso de que la Religión cristiana quiera ser igualada a las demás religiones falsas y rebajada, indecorosamente, al nivel de éstas, queriendo crear un sincretismo religioso global.

Ciertamente que el Papa no condenó la autonomía del orden temporal, ni la dignidad y libertad del hombre, exaltada por el Concilio Vaticano II. En su interpretación correcta, aquella autonomía no es independencia de la ley divina, sino reconocimiento de que al lado de la normativa eclesiástica, existe un juego de leyes que discurren con arreglo a formulaciones en las que desde un punto de vista ontológico, la Iglesia nada tiene que decir. Esto es lo contingente, lo que es elegible, se puede escoger en cuanto que así han sido queridas por Dios fruto de la diversidad humana, así sucede con el cálculo de la resistencia de los materiales, los métodos de exposición didáctica o el trazado de una línea de ferrocarril. La dignidad y la libertad del hombre, por otra parte, nunca encontrarán más ardoroso y tenar defensor que en la Iglesia católica. Lo que sucede es que, retorciendo el significado de las expresiones, el laicismo pretendía y pretende, manteniendo su identidad, romper el triángulo Dios-hombre-mundo, aplastándolo y reduciéndolo a una línea horizontal en la que Dios, como vértice elevado, pero unido a los otros, desaparece.

El orden temporal, enmarcado en el Cosmos, tiene, a lo sumo, como en la fórmula teilhardiana, un principio y un fin, un alfa y un omega, un punto de partida y un punto final. En esa fórmula, incluso la Encarnación del Verbo no es más que una irrupción suturadota del tejido cósmico deteriorado, de manera que si cristo salva a la evolución, y la evolución, al absorber y como enrollar en su marcha inexorable a Cristo, salva y redime al propio Redentor. De este modo, el Dios providencia y el Cristo camino y vida para el camino, se diluyen y acaban perdiendo toda vigencia y todo significado.

Por lo que respecta al hombre, como un vértice de ese mismo triángulo, el laicismo se empeña en un trueque fraudulento, al poner el énfasis de la dignidad del hombre, no en su filiación divina, sino en el dictamen individual de la conciencia, olvidando que si hay conciencia psicológica libre, que hace al hombre responsable, es decir, capaz de diálogo con Dios y de respuesta afirmativa o negativa a sus requerimientos, no existe conciencia moral libre. “La conciencia”; ha dicho Pablo VI en su alocución de 12 de febrero de 1969 “no es por sí misma árbitro del valor moral de las acciones, sino intérprete de una voz superior”. No es fuente del bien y del mal, sino advertencia tan solo; añadiendo la Constitución Gaudium et spes (nº 16) que “la conciencia descubre una ley que no se dicta a sí misma y a la cual debe obedecer”. Ahora bien, si la conciencia individual es como se dice de contrario fuente de los criterios de moralidad sin apelación a unos baremos revelados y objetivos, la idea de Dios se difumina o se rechaza, el hombre busca en sí la razón de su dignidad, se autocentra e idolatra, se estima su propio salvador y se convierte en el demiurgo de su propio destino. Por esta vía hemos llegado, en una época que podemos calificar de postcristiana, no sólo al antiteísmo militante, sino también al ateísmo económico de Marx, al ateísmo literario de Ana María Matute o al ateísmo práctico de aquella jovencita escandinava que, en una entrevista por televisión, contestando a la pregunta ¿usted cree en Dios?, dijo lo siguiente: “¿y para qué me sirve?”.

En una época presidida en influenciada, profunda en incisivamente, por el ateísmo doctrinal o práctico en la época del eclipse de Dios, de Martín Buber, en un mundo caracterizado por la huída de lo divino, como demuestra Max Picard, en un tiempo en que, como ha escrito Zubiri no ser ateos es ir contra corriente, en una ocasión como la actual en que no nos enfrentamos con herejías parciales, con amputaciones dogmáticas o con podas sacramentales, sino con la herejía completa, radical y absoluta de la negación de Dios, ha podido hablarse, en una atmósfera decadente y contaminada, de un cristianismo vaciado de Dios y de una teología de la muerte de Dios, que inexorablemente conduce a una antropología hueca y careada, porque se queda sin el hombre al que, quizá queriendo ensalzarle, lo anega y ahoga entre las oropéndolas de sus engolados neologismos.

Ahora bien, si Cristo da testimonio de la Verdad, y para eso vino al mundo, y Cristo aseguró, en un instante solemne, ego sum rex, ¿de qué y quiénes es rey? a qué reinado hacemos referencia en la misma, en esta hora de confusiones doctrinales conviene clarificar las ideas; hay dos direcciones, quizá mantenidas y divulgadas de la mejor buena fe, en torno al reinado de Cristo, que son equivocadas porque distorsionan su contenido y su nacimiento.

En primer lugar, la que, de algún modo, aunque con un transporte del tiempo y de la circunstancia histórica, sigue calificando y queriendo al Cristo Rex Israel (Jn XII, 13) del domingo de Ramos, hasta el punto que cuando ese anhelo no se cumple, con sentido irónico pondrá, en una tablilla, sobre su cadáver: Iesus Nazarenus Rex Iudeorum (Jn XIX, 19). Esta concepción triunfalista del Reino de Cristo se conecta de algún modo con la mística de la voluntad, tan típico al pelagianismo, y con sus manifestaciones más sutiles y larvadas, como sería aquella, denunciada por Romano Guardini, que convierte al cristianismo en una fórmula técnica para la eficacia y el progreso. Bajo ropajes distintos, el rex iudeorum es un rey en el tiempo y para el tiempo, del mundo, según el mundo y para el mundo. Pero fue el propio Cristo el que afirmó: Regnum deum non est de hoc mundo.

En segundo lugar, la que atiende, de un modo exclusivo, al regnum caelorum, o sea, a un reinado que se sitúa mirando hacia arriba, o hacia el final. Hacia arriba, en una zona ausente yuxtapuesta o, a lo sumo, tangencial al derrotero histórico, en la que distanciado, despreocupado o ajeno a nuestras cosas, Cristo, encarnación del Deus absconditus, se introduce y arropa, luego de cumplir la misión que el Padre le encomendara. Hacia el final, en una perspectiva puramente escatológica y, por ello, en un reinado ultimista y postrimero, que se enmarca en el cuadro de los novísimos y que comenzará con la Parusía, cuando los hombres oigan las palabras de Cristo que recoge San Lucas: para que comáis y bebáis in regno meo (Lc XXII, 29). Esta concepción neumática o escatológica del reino de Cristo se conecta, de algún modo, con la mística de la consolación, tan cara al luteranismo, y con sus flecos actuales de la creación mítica de la divinidad, como idealización de las perfecciones no logradas, y de la exaltación impúdica del pecado, fruto de una humanidad irreformable. - Entre el Rex Israel y el regnum caelorum hay una posición ortodoxa. Si el Reino de Cristo no es de este mundo, es decir, según los criterios y los esquemas del mundo, tampoco es un Reino abstracto, quimérico, algo así como un arquetipo inalcanzable o situado en el más allá de una frontera escatológica. Rex cuius regni non erit finis, pero de un Reino que tiene un principio y ese principio no está en la segunda venida del Señor, en la Parusía del Apocalipsis, sino en su primera visita, en el instante en que el Espíritu, al cubrir con su sombra a María, le engendró en sus entrañas virginales. El fecit mihi magna qui potens est no hace sólo relación a María como Madre de Jesús, sino a María como Madre del Rey de Reyes y Señor de los Señores. El Reino de Cristo, que no es como los reinos de este mundo, está, sin embargo, aquí y, aquí, en el tiempo, se inicia, se incoa y se constituye, galvanizando y vitalizando, trabando y uniendo sus piezas, que somos los hombres, por el misterio de la gracia, que limpia y edifica, en lucha constante con el misterio de la iniquidad, que mancha y corroe. Cristo, con su buena nueva, vino a predicar el Reino y suyas son las parábolas del Reino; el grano de mostaza, la siembra, la lámpara sobre el celemín, la perla de gran valor, el dracma perdido, la pesca milagrosa-, y suyas son las llaves del Reino que, de manera simbólica, entrega a Pedro, con toda la carga teológica y jurídica que dicha tradición supone. Por eso, porque el Reino ya está aquí, porque queremos, como Cristo quiere, que se edifique, al extenderse la gracia vivificadora que la Iglesia administra y distribuye, decimos con la gran oración que el Maestro nos enseñara: “Venga a nos tu Reino”. Pero que venga ahora, como sin duda está viniendo en cada segundo, cada vez que un alma se convierte, o aumenta en santidad, cada vez que una familia se aprieta, más hondamente, con amor en el seno del Amor, cada vez que una sociedad deviene más justa y sus miembros se saben y se conducen como hermanos en la andadura y en el destino. El Cristo que se negó a que le proclamaran rey luego de la multiplicación de los panes, no se negará al hosanna que precede a su elevación en el trono de la cruz y al crucifige eum que lo anticipa, y ello porque al no ser su reino como los reinos de este mundo, la cruz, por contraste, será el paso doloroso para la victoria de la Vida, que muriendo, se desbordará, a torrentes, para darla al mundo. Así, el adveniat regnum tuum es una impaciente solicitud a esa sangre martirial del reino para que nos transforme, de tal modo, que, siendo sus súbditos, al participar de su sangre, seamos también sus hermanos. De esta manera, el Reino de Cristo no es un reino metafórico, un tropo teologal, sino un Reino, como dice la Encíclica Quas Primas, “en sentido propio y estricto”. Rey de las inteligencias, de las voluntades, de los corazones, de los individuos; y Cristo es, igualmente, el Rey de la sociedad. Cuando se proclaman, con deje de absolutividad, los derechos del hombre, se deja en la penumbra una idea básica y es la siguiente: que el hombre, en cuanto criatura, es, ante todo y con respecto a Dios, un sujeto de deberes. Por eso Dios manda al hombre en el Paraíso y en el Sinaí; y Cristo le dicta un mandamiento nuevo. Sólo manda el que tiene la autoridad para hacerlo, el que es Rey.

De aquí que siendo verdad que el hombre tiene derechos, tales derechos corresponden y pueden enarbolarlos y esgrimirlos en función del cumplimiento de sus deberes. A este argumento, que apoya la realeza de Cristo, su facultad de mando y la obediencia del hombre, se añade, además, lo que llaman los teólogos el derecho de conquista, y conquista sagrada, puesto que Jesús, al derramar su sangre por todos, nos ha ganado para Él, para su Reino y a Él, moralmente, pertenecemos. Además, y ahora que tanto se combate y se pretende oscurecer y hasta ridiculizar, con el pretexto de que, “su reino no es de este mundo”, el reinado social de Jesucristo, conviene que nosotros exaltemos este matiz de su realeza, la más comprometida, la más combatida, a más silenciada.

Si la sociedad civil está compuesta por hombres, si la comunidad política busca el bien común, del que es fuerza clave la viabilidad de los medios que conducen a la salvación de eterna de los hombres, parece lógico que la ley y la justicia se alimenten de los mandatos de Cristo y que los gobernantes, no sólo como individuos, sino como representantes y agentes del Estado, rindan culto público al Señor, tal y como lo pedía Pío XI y como lo pide la Iglesia en el himno tantas veces recitado: “Que te honren con culto público los Jefes de las naciones, que te adoren los magistrados y los jueces, que las leyes y las artes te ennoblezcan”. Estando bajo su bandera y recordando a los que murieron con tan bella advocación en los labios y en el alma.

Entre los falsos hosannas y el crucifige eum, profesamos la lealtad a Cristo Rey. Data est mihi ovni postestas in coelo et in terra (Mt XXIX, 18). Tenemos un Rey-Verdad, y los que quieren pertenecen al Reino de la Verdad, escuchan su voz, oyen sus mandamientos y los guardan.

No gritamos aquello de la multitud embriagada y envilecida: “No tenemos más rey que al César”, porque cuando no hay más rey que un César; sea cualquiera el nombre con que se disfrace, cuando el César no reconoce a Dios, ni le teme, ni le ama, entonces ese César terrenal con cualquier nombre que se disfrace es un tirano, que, al no respetar a Dios, esclaviza al hombre con la más brutal y la más despreciable de las tiranías. Los que tanto hablan de amor a los hombres, no olviden que este amor a los hombres no es posible en la sociedad si la sociedad, políticamente organizada, no admite de veras el Reinado de Cristo, que es un Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.